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Encarnación, paraíso en cuarentena

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Encarnación, paraíso en cuarentena

La playa San José, la joya de la corona, está a años luz del colorido horizonte de sombrillas de su más conocida postal turística. Todo sigue ahí, el arena bañada por el Paraná, el Silo y el Molino, pero semi-vacíos.

POR MARCELO AMERI

Para quienes alguna vez soñaron con disfrutar las bellezas naturales y el sosiego de la capital de Itapúa, podría decirse que este es un momento inmejorable; claro, la pandemia lo vuelve desaconsejable para la ciudad, ya en Fase 4 de la denominada “cuarentena inteligente” y con una población aparentemente consciente de los riesgos y los protocolos para evitarlos.

Quizás sea el modo COVID, la angustia propia de la invisible amenaza que puso al mundo en guardia, pero el paisaje encarnaceno resulta, por demás, extraño; aún en esta época del año, temporada baja en una ciudad que conoce del bullicio incesante, y cuyo pulmón económico no solía parar nunca.

Por estos días, la circulación es mínima; la espaciada frecuencia del trasporte público desalienta las salidas ociosas de quienes no disponen de móvil propio, y quienes sí lo tienen tampoco inundan las calles y avenidas como en tiempos normales.

La ciudad se muestra coqueta como siempre, exhibe nuevos accesos, nuevas calles, que la Municipalidad sumó en los últimos años a la infraestructura construida por la EBY, y luce más moderna que nunca.

Cazar atardeceres

La playa San José, la joya de la corona, está a años luz del colorido horizonte de sombrillas de su más conocida postal turística. Todo sigue ahí, el arena bañada por el Paraná, el Silo y el Molino, pero semi-vacíos; las presencias se reducen a unos pocos runners, alguna pareja convocada para el espectáculo del sol hundiéndose en el río, y uno que otro niño corriendo detrás de su pelota; todos, o casi todos, con su correspondiente tapaboca.Mboi Cae y San Isidro se roban los atardeceres. Foto: Marito Gaúna.

Mboi Cae y San Isidro se roban los atardeceres. Foto: Marito Gaúna.

Mboi Cae y San Isidro se roban los atardeceres; Marito Gaúna, vecino fundador de San Isidro, define las idílicas escenas que ve todos los días desde su casa como “casi privadas”, una íntima comunión de tonalidades infinitas. Dice que se volvió una especie de “sunset hunter”, y hoy exhibe con orgullo una vasta galería de magníficas fotos.

Marito cuenta que en lo personal la emergencia sanitaria no afectó su economía, como sí la de muchos de quienes habitan ese barrio encarnaceno poblado por familias cuyos hogares se ubicaban en las zonas de afectación del embalse, del que, paradójicamente, nacieron las maravillas que convirtieron a la ciudad en la “capital del verano paraguayo”.

“Yo tengo una lavandería, y además tengo una pieza que alquilo, y con eso ya puedo sobrevivir bastante bien”, dice. “La gente se ingenia; hay vecinas que tenían peluquería y buscaron otra opción, y ahora hacen otras cosas; cosas dulces, masas, alfajores, y eso; y otra señora que vende especias; la gente está buscando opción, tratan de no mantenerse quietos y no estar dependiendo tanto del Estado, que además prácticamente no llega hasta acá”, señala Gaúna.

Afirma que la olla popular que organiza la Comisión Vecinal es un alivio para estos tiempos difíciles.

Tan cerca y tan lejos

La silueta de Posadas, en la orilla argentina, aparece clavada como un cuadro en el horizonte. Resulta increíble que casi pueda tocársela con la mano, y que sea, a la vez, un destino inalcanzable. El mejor testimonio de este idilio roto quizás sean los más de 4.000 paseros y paseras, hoy borrados del mapa por la pandemia y las obligadas restricciones.

Para hablar de lo que supone actualmente el prolongado cierre de la frontera de Encarnación con su gemela argentina, el empresario Carlos Madelaire echa mano de un dato histórico; por lo menos, olvidado.

“Ya cerraron la frontera una vez, fue por el asesinato de (Anastasio) Somoza, en 1980; en esa época no estaba el puente, todo era con balsas; cerraron el puerto por cuarenta días y fue un caos económico, casi se murieron todos; y en esa época el comercio fronterizo era mucho más chico que ahora”, relata.

El Circuito Comercial, pulmón económimco, hoy paralizado por la pandemia. Foto: Gentileza.

Madelaire, propietario de un taller de cromado, una fábrica de lavatorios, y accionista mayoritario del conocido Club Radioparque, define a la situación económica de la ciudad como “catastrófica”.

Dice que cuando Encarnación llegó a la Fase 4 de la cuarentena, se abrieron los restoranes económicos, pero “volvieron a cerrar porque la gente, si tiene un 50 Mil compra y prepara en su casa; no va y se sienta a comer por ahí; todo el mundo está cuidando lo poco que tiene, y lo poco que hay es para comer”.

El empresario dibuja un panorama desolador: “Hoy en día  todo el circuito comercial, toda la parte de gastronomía, hotelería, está paralizado; están sobreviviendo con préstamos”.

La espaciada frecuencia del trasporte público desalienta las salidas ociosas. Foto: Gentileza.

Esta semana, desde la ahora lejana orilla argentina, el ministro de Hacienda de la Provincia de Misiones, Adolfo Safrán, celebraba que el cierre fronterizo con Paraguay y Brasil favoreció la recuperación, en un solo mes, de un capital de entre 80 y 100 millones de dólares para su provincia, que uno imagina es lo que perdió Itapúa, y particularmente Encarnación.

Una foto actual del llamado “circuito comercial”, un enclave muy cerca del Centro de Frontera, construido como parte de las obras de terminación de Yacyretá, ilustra a la perfección lo dicho por Madelaire: calles desiertas, locales cerrados, vacíos; la estampa fantasmal de lo que fue hace pocos meses.

Buen viaje

“¡Qué mal que estamos! Vos sos el primer cliente de la noche; no hay pasajeros, no viaja nadie”, se queja el propietario de la única casilla abierta a la medianoche en la Terminal de Ómnibus de Encarnación, que a esta hora solía ser un universo de puestos de pancho y asaditos, tirando humo; bares, copetines, taxistas llegando y saliendo; un hormiguero que por lo general se alargaba hasta la madrugada, regado con cerveza y música tropical.

“Esperemos que la situación mejore para todos”, le digo a mi preocupado interlocutor. El hombre agradece y me echa una bendición. En un banco, una muchacha parece tararear lo que escucha en sus auriculares. Ella, unos pocos trabajadores, entre boleteros, maleteros y algún cambista, completan el somnoliento escenario.

Por fin, el bus se estaciona en la dársena; una discreta fila de pasajeros enmascarados espera su turno para el alcohol en gel y el abordaje; parece un rito, traído de los pelos de alguna galáctica conspiración como las que se leen en las redes, pero no es; es solo la urgencia que impone el momento que se vive; el precario protocolo del que pende la vida.

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